Francisco Pizarro, el próvido fundador de Lima.
Francisco Pizarro, hombre rudo y cruel,
“iletrado prudente”, codicioso de oro y de honra, empecinado, religioso y
audaz.
Ilustración: Víctor Aguilar. |
Hace 480 años, cuando Francisco Pizarro y parte de su hueste
realizaron la solemne ceremonia para fundar la Ciudad de los Reyes, la hazañosa
espada del capitán de Trujillo de Extremadura estaba trazando también,
simbólicamente, al igual que en la isla del Gallo, una nueva línea divisoria,
esta vez en su propia andadura. Desde ese momento, el conquistador se transformaba
definitivamente no solo en fundador, sino además el guerrero en gobernante. A
Pizarro, en adelante, solo le interesaría construir una ciudad que fuera digna
capital de la Nueva Castilla, su opulenta y vasta gobernación. Para él, había
llegado la hora del sosiego.
Al
respecto, el cronista Agustín de Zárate dice: Pizarro “hizo unas muy buenas
casas en la Ciudad de los Reyes y en el río della [sic] dejó dos paradas de
molinos, en cuyo edificio empleaba todos los ratos que tenía desocupados, dando
industria a los maestros que los hacían [...]. Puso gran diligencia en hacer la
iglesia mayor de la Ciudad de los Reyes y los monasterios de Santo Domingo y La
Merced, dándoles indios para su sustentación y para reparo de los edificios”.
Así,
la ciudad trazada a cordel como un damero y dividida en solares comenzó a
crecer. Su Plaza Mayor, grande, vacía y polvorienta, fue el punto de reunión
para los vecinos, estantes y moradores de la naciente villa. Allí acudían con
armas y caballos los vecinos si había algún peligro; también era recorrida por
las procesiones religiosas. En ella se instaló el mercado y hasta hubo, en
horas de regocijo, lances taurinos.
El
destructor de un imperio se volvió, por designio de la Providencia, en el
artífice de una ciudad llamada a convertirse, durante más de dos siglos, en la
más importante de América del Sur y cuya historia siempre estuvo rodeada de
admiración, no pocas veces teñida de leyenda, aunque también desde horas
tempranas tuvo sañudos detractores. A esta tarea constructora Pizarro dedicó
por entero los pocos años de vida que le restaban antes de su trágica muerte el
26 de junio de 1541.
Hombre
rudo y cruel, “iletrado prudente”, codicioso de oro y de honra, empecinado,
religioso y audaz, Pizarro reunió en su persona las luces y las sombras que
eran propias del carácter de los ganadores del Nuevo Mundo. Injusto y
antihistórico sería cargar las tintas sobre sus defectos o errores y no
reconocer sus virtudes y aciertos. Actuar a la inversa, resultaría igualmente
absurdo.
Pizarro
amó profundamente a Lima y en su testamento insiste, premonitoriamente, que sus
restos, sean cuales fueren las circunstancias de su muerte, debían reposar en
esta capital. Hernán Cortés, el único capitán que puede emularlo en la
conquista de Hispanoamérica, no mostró mayor apego por la Ciudad de México,
fundada sobre la inmensa Tenochtitlán. En el codicilo que dicta ya agonizante,
dispone que sus albaceas elijan el lugar donde debía ser sepultado. Pizarro
muere en Lima, con la espada en la mano, luchando contra los almagristas.
Cortés fallece en Castilleja de la Cuesta, cerca de Sevilla, víctima de la
disentería. A Pizarro lo debemos recordar objetivamente, reconociendo sus
calidades de forjador de un país nuevo y mestizo: el Perú, heredero espiritual
y material de dos patrimonios imperiales.
FUENTE:
Héctor López Martínez - Historiador
http://elcomercio.pe/opinion/colaboradores/pizarro-provido-fundador-lima-hector-lopez-martinez-noticia-1786278
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