El infierno perdido de los migrantes.
Crónica del drama de los migrantes indocumentados
que pasan por Urabá rumbo a Estados Unidos y que se le está saliendo de las
manos al país.
Gilber González tuvo que
quedarse quieto mientras veía cómo violaban a Lizandra, su mujer. “Con el cañón
de una pistola dentro de la boca, ¿qué más podía hacer? Nada”, dice. Solo
permanecer impasible, petrificado, mientras se le salían las lágrimas más
amargas que ha derramado en toda su vida.
Lizandra,
y esto es lo que más atormenta a Gilberl, tenía dos meses de embarazo para ese
día en que fue abusada por hombres armados, en una trocha en la frontera entre
Ecuador y Colombia. En la oscuridad del monte les robaron, además, 2.500
dólares y el teléfono celular, con el que se suponía iban a mandar señales de
vida por el camino. Esa fue la bienvenida que Colombia le dio a esta pareja de
cubanos.
Han
pasado diez días desde la violación. Gilberl y Lizandra llevan más de dos horas
sentados en las escalinatas del parque principal de Turbo (Antioquia), como un
par de mudos a los que nadie voltea a mirar. Se acomodaron allí, tras cuatro días
sin comer y ocho sin bañarse, a esperar que del cielo les cayera un milagro.
Aunque les falta muy poco dinero para completar lo que les cobra un coyote para
pasar la frontera con Panamá, ya no les resta una sola gota de energía ni de
dignidad en sus cuerpos para continuar con el viaje que emprendieron el 18 de
diciembre del año pasado.
Gilberl
es un ebanista, carpintero, electricista, soldador y albañil de la Cuba de Raúl
Castro. Asfixiado por el régimen, al que todos los días hay que pagarle más y
más impuestos, Gilberl vendió su casa y convenció a Lizandra para que salieran
a buscar mejor vida. Los niños se quedaron al cuidado del abuelo, esperando
noticias de la llegada a Estados Unidos. Pero la apuesta salió mal. Este
hombre, que lleva en sus ojeras tatuada la mala suerte de los últimos días,
está a punto de quitarse el pantalón que lleva puesto para venderlo, pues
necesita que al menos Lizandra llene el estómago con arroz.
Durante
los últimos seis años, el Urabá antioqueño se convirtió en ‘el hueco’ por el
que migrantes provenientes de Cuba, África y Asia transitan con la idea de
llegar a Panamá, para luego iniciar un viaje incierto a los Estados Unidos. Y
cada vez aparecen más. Y en esta ruta Turbo se ha convertido en el punto de
partida del cruce final hacia Centroamérica.
El
año pasado fueron sorprendidos en el país 2.111 extranjeros deambulando sin
documentos, según Migración Colombia, la autoridad encargada de llevar a cabo
los trámites de deportación. El mayor número de migrantes viene de Cuba. En la
lista siguen, en su orden, Nepal, China, Bangladesh, Somalia, India, Ecuador y
República Dominicana.
El
aumento respecto a 2013 fue del 248 por ciento. Y la avalancha sigue en
ascenso. En los tres primeros meses de este año la cantidad de migrantes devueltos
hacia zonas de frontera iba en 1.111, es decir, 840 personas más que el año
pasado. Y eso en el caso de los reportados. El número de mujeres y hombres de
otras nacionalidades que están transitando por el Urabá puede ser del triple o
más, dice un funcionario de un organismo internacional que pide no sea
publicado su nombre.
Lo
que quizás nunca advirtieron viajeros como Gilberl y Lizandra es que durante el
trayecto terminarían convirtiéndose en víctimas de un negocio trasnacional, que
deja miles de millones de dólares y del que se lucran redes de tráfico de
personas, paramilitares, guerrilleros, coyotes y hasta las mismas autoridades.
Achaleke
Asonganyi Valentine es un camerunés de 33 años al que la Policía colombiana le
ha venido cobrando peajes ilegales desde que entró al país. El olor agrio que
expele habla de lo larga que ha sido su travesía. En Turbo, Valentine se quedó
varado sin plata ni pertenencias. Lo único que lleva en su bolsillo es la copia
de un salvoconducto que migración le dio para que saliera por Ecuador, el país
por el que ingresó. Pero Valentine se resiste a tener que devolverse ya
habiendo recorrido 15.241 kilómetros desde que tomó un vuelo en Duala, la
capital financiera de Camerún, rumbo a São Paulo, en Brasil, para luego seguir
en bus, canoa y a pie hasta este golfo de Urabá en el que su drama no le
importa a nadie.
Porque
aparte de una oficina de migración, que está allí con unos pocos funcionarios
para controlar que no pasen cientos y cientos de migrantes -en una tarea a
todas luces fallida-, en Turbo no hay ningún organismo que les brinde a los
indocumentados una asistencia humanitaria de emergencia o que esté allí para
garantizar que no les sean violados sus derechos humanos.
“En
este momento hay un limbo respecto a los migrantes en tránsito. El fenómeno se
ha venido disparando considerablemente. Apenas se está comenzando a hablar del
tema desde la Gobernación de Antioquia y desde las alcaldías. Pero no hay una
política pública ni un programa de asistencia humanitaria para atender estos
flujos migratorios”, dice un empleado oficial.
Los
africanos llegan a Urabá muy nerviosos. Tienen en contra que pueden ser
descubiertos solo por contestar a la pregunta de un transeúnte. Aunque su raza
podría pasar desapercibida, los africanos son fácilmente identificables por el
olor concentrado del trajín y porque bajo semejante sol, casi siempre llevan
puestas prendas de lana. Es el caso de Theodore, un paisano de Valentine que
lleva todo un día sentado en un banca sin saber qué hacer o con quién hablar
para conseguir un contacto. Muerto del miedo dice que se ha alimentado solo de
pan, pero que perdió el apetito de tanto estrés que lleva encima. Theodore se
ha comunicado en las últimas horas solo con una Biblia que guarda en su morral.
En
inglés y en francés, porque no lo puede decir en español, Valentine quiere
dejar constancia de la deshonestidad de los policías con los que se ha topado a
su paso por Colombia. “Estoy aquí como un cerdo, en una terrible condición.
Solo quisiera irme de aquí porque mi vida está en peligro”.
Una
guía no oficial que circula entre cubanos advierte que quien asuma el viaje
debe llevar consigo mínimo 3.000 dólares, y guardar dinero para pagar sobornos
a las autoridades. “En Pasto hay un retén a la salida del terminal. No falla,
con 50 dólares por cabeza los pasan, o hablen con el chofer para que los recoja
al salir si no quieren pagar tanto”, se lee. El coronel Jaime Humberto Rojas,
comandante (e) de la Policía de Urabá, no descarta que algunos uniformados se
estén aprovechando de los migrantes, pero dice que a su despacho no ha llegado,
hasta ahora, ninguna denuncia.
El
golfo de Urabá es una tierra compleja por su cercanía con Panamá. En manos de
las bandas criminales que operan en las zonas de frontera, tanto terrestre,
como marítima, la suerte del migrante también peligra. El Waffe, en Turbo, es
un puerto caluroso asediado por aguas pestilentes, que también sirve como punto
de partida de rutas del narcotráfico. Este año, por poner solo un ejemplo, en
el Urabá han incautado cuatro toneladas de cocaína.
Hablar
de indocumentados en Turbo es delicado. Cuatro personas coinciden en decir que
los paras tienen prohibido a los nativos prestarles cualquier ayuda a los
extranjeros o servir de coyotes sin autorización. El 16 de abril, el miedo se
podía casi tocar en los alrededores del Waffe, tras el asesinato de Luis
Eduardo Salas, el Mariguano, uno de los maleteros más tradicionales del puerto.
Amigos del Mariguano temen que su crimen esté relacionado con su intento de
haber sido coyote.
La
migración está moviendo la economía legal e ilegal en Turbo. En los barrios
marginales el cupo en una pieza, donde pueden meter hasta a ocho personas, vale
30.000 pesos la noche. Solamente por conseguir el número celular de un coyote,
cobran 25 dólares. En esta cadena alimenticia gana desde el conductor de bus
intermunicipal, hasta la señora que en su casa se arriesga a venderle comida al
migrante. Es un negocio tan rentable, que tal vez esa sea la razón por la cual
los paramilitares no quieren competencia. Cubanos y africanos deben pagar 700
dólares cada uno para viajar escondidos en un bote que llega hasta La Miel, un
pequeño poblado a orillas del Caribe, ubicado en toda la línea divisoria entre
Colombia y Panamá. Hay embarcaciones que pueden estar llevando entre 40 y 60
pasajeros, lo que quiere decir que un solo viaje de migrantes puede dejarles a
los ilegales 42.000 dólares, cerca de 96 millones de pesos. De ahí también sale
la plata que cobran las autoridades para dejarlos pasar.
Y
es ese el panorama enmarañado al que llegan los extranjeros que huyen de sus
países. Una vez en Turbo la fatalidad depende de la plata que se lleve en el
bolsillo. Si el viajero tiene los 700 dólares, el destino es La Miel. Los
cubanos que logran desembarcar en aquel punto se presentan ante la guardia
panameña, que los alberga y les facilita la entrada a Puerto Obaldía. En medio
del poblado hay un aeropuerto de donde parten vuelos hasta Ciudad de Panamá.
Los africanos, en cambio, tienen que seguir al escondido como ilegales.
Pero
si hay menos dinero, el bote solo va a Capurganá. O incluso, cuenta un hombre
que ha hecho varios recorridos, a los pasajeros los tiran varios kilómetros
antes, en un caserío llamado El Aguacate. “A eso de las cinco de la tarde salen
caminando hasta Capurganá. Sobre las nueve de la noche comienzan una travesía
monte adentro, dándole la vuelta a Zapzurro. Llegan a La Miel a eso de las dos
o tres de la mañana. Eso es a pie limpio. Y es una ruta insegura. Algunos
coyotes los han robado y violado a las mujeres. Quien vaya sabe que se somete a
cualquier cantidad de vejámenes”.
En
el cementerio de Turbo, Evelio Antonio Cortés, sepulturero de oficio, guarda
bien patente en su memoria la fecha del 28 de diciembre de 2013. Ese día
llegaron los cadáveres de siete migrantes ahogados, que podrían haber sido
cubanos o africanos. “No se sabe, eso venían revueltos”, dice. En la primera
semana de enero de ese mismo año, ya había enterrado otros seis. Don Evelio dice
que a las tumbas de estas 13 personas, sepultadas como NN, no les falta su
padrenuestro. Así sea solo a veces, cuando se acuerda. En Urabá circulan dos
versiones sobre el ahogamiento: una, que la panga iba con sobrecupo. Dos, que
los coyotes, una vez robaron a los migrantes, los tiraron al mar. No deja de
ser extraño, en todo caso, que no hubo colombianos muertos en ninguno de los
dos episodios.
Pero
hay otros peregrinos, sobre todo africanos, que se aventuran por rutas aún más
baratas y por ende más peligrosas. Viajan escondidos en barcos que llegan a
Riosucio, Chocó. De allí emprenden un viaje en canoa hasta Puente América, un
pueblecito donde confluye el delta del río Atrato. Los paramilitares controlan
la margen izquierda; la guerrilla de las Farc, la derecha. Por el norte está el
Parque Nacional Los Katíos, selva pura; y por el occidente el río Cacarica. Y
por allí comienza una odisea hacia el tapón del Darién, esa densa selva
interminable que se ha tragado a los migrantes que no tuvieron los pulmones
para cruzarla.
Gilberl
y Lizandra temblaron al comerse el primer almuerzo completo en cuatro días de
ayuno forzado. Además de relatar su historia a los enviados de SEMANA,
prometieron conectarse a Facebook en cuanto tuvieran algún acceso a internet.
Se despidieron el jueves 23 de abril. Al cierre de esta revista, Gilberl dio
señales de vida. ¿Siguen en Turbo? “No, estamos botados en Puerto Obaldía”. ¿Y
qué van a hacer ahora? “Nos hacen falta 110 para la avioneta que va a Ciudad de
Panamá”, contestó. En ese momento la luz verde que indica ‘conectado’ se apagó.
FUENTE: http://www.semana.com/nacion/multimedia/el-infierno-perdido-de-los-migrantes/426329-3
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